Los magos de Montañita
"El más emocionado fue Marco Antonio Muñoz, quien se jactaba día a día de sorprender a la gente de su entorno leyendo mentes."

Era una tarde sumamente calurosa y los ventiladores lanzaban un fogonazo que empeoraba la situación. También me vencía el aburrimiento, así que decidí tomar aire fresco en la esquina de la barriada. Me senté en esa gran piedra que parecía un trono y me propuse meditar hasta que saliera el primer vecino desocupado para hacerme compañía y hablar de cualquier tema.
Después de 5 minutos de cuestionarme porqué en lugar de ser humano no fui delfín o perro apareció Pico, también conocido como Cabececasco -así como está escrito, con el tradicional acento guayaco, no cabeza de casco que no es lo mismo- y casi nunca llamado por su nombre auténtico del cual ni me acuerdo. Tal vez era Javier, Xavier, Andrés u otro así de esos que los padres lanzan por volquetadas para ahorrarse imaginación.
A la espera del resto del sector para armar un índor en la calle y con un montón de temas gastados, a Pico -apenas 10 años de edad, por cierto- le dio por hacerme un jueguito.
Colocó su mano derecha frente a mis ojos y mientras movía su dedo índice de derecha a izquierda me pidió que pensara en un número del 1 al 5. Accedí y tras menos de un minuto me revisó los ojos y atinó. Sorprendido le dije que lo hiciera nuevamente en tres ocasiones para constatar que su adivinanza no fuera producto de la suerte y en todas acertó.
Con el transcurrir de los minutos comenzaron a salir los demás amigos y se armó un peloteo que poco me importó porque yo ya pensaba en replicar el jueguito ese en la universidad, donde luego fue furor. El más emocionado fue mi amigo Marco Antonio Muñoz, quien se jactaba día a día de sorprender a la gente de su entorno leyendo mentes.
A vísperas de un feriado decidimos emprender viaje a la playa el viernes por la mañana, lo más temprano posible, en transporte interprovincial. A las siete de la mañana del día pactado nos encontramos para ganar tiempo y evitar filas interminables de turistas con el mismo destino. Sentados en el piso del Terminal Terrestre observé la llegada de un grupo de cinco amigas y las saludé atentamente.
Marco Antonio no se levantó y saludó moviendo su mano.
-¿Por qué no te paraste para presentártelas?-le reclamé.
-Me cayeron mal desde que las vi-respondió agrandado.
-¡Qué raro que eres, definitivamente-le dije y le avisé que debíamos subir al bus que nos trasladaría hasta la paradisíaca Montañita.
En el balneario, al que llegamos luego de tres horas y media de viaje, no destinamos un solo minuto para el descanso. Entre mar, arena, bares con diferentes ritmos musicales y aguas mágicas recorrimos las cuatro calles sin parar hasta las cinco de la mañana del día siguiente, momento en el que decidimos, por fin, regresar a la habitación que contenía dos literas para dormir unas cuantas horas.
Sin embargo, en el camino rumbo al hotel, mientras compartíamos una patucha de trópico que yo cargaba como billetera en la parte de atrás de la pantaloneta nos reencontramos con mis amigas, que estaban en peores condiciones que las nuestras, y entablamos diálogo.
-Presenta pues chucha-me gritó Marco con emoción.
-Pero te cayeron mal.
-No jodas Rafael, ya las vi mejor.
Cecilia y Martha, las más extrovertidas, nos preguntaron a qué nos dedicábamos. Y aproveché el momento para contestarles que estudiábamos magia en la universidad. Se quedaron asombradas porque recién se enteraban que existía esa supuesta carrera en la cual Marco y yo cursábamos el séptimo semestre.
-Ya sabemos sacar el conejo del sombrero y la prueba para graduarse es cortar una persona por la mitad y después juntarla les comenté sumamente serio.
Acto seguido, Marco Antonio, aprovechándose de mi broma, arrancó con el bendito juego de los ojos que le hacía a los que se cruzaban en su camino. Adivinó los números que pensaron cada una de ellas, quienes comenzaron a gritar a las 5 y media de la madrugada: ¡Increíble, son magos, son magos!
Marco fue más allá. Habían transcurrido algunos minutos cuando les dijo a todas que cerraran los ojos y que cuando los abrieran se acabaría la oscuridad. Cuando el reloj marcaba las seis de la mañana -solo nosotros sabíamos la hora porque yo cargaba reloj y no era época de celulares- él dio la orden para que volvieran a ver y las cinco pasaron de la sorpresa a la preocupación. Se quedaron viendo las unas a las otras hasta que una lanzó:
-¡Corran, muchachas, estos hijueputas son brujos y nos quieren hechizar para hacernos guevadas!