Cherres era un tipo bueno hasta que...
El criterio expuesto en esta página es responsabilidad única de su autor.
Por: Ofelio Peláez

Paseaba por las calles de Guayaquil y en la avenida Nueve de Octubre me detuve. El club de tenis de la gente adinerada está en ese sector porque desde ahí se podía conectar con toda la ciudad, porque hace muchos años atrás constituía un punto de encuentro. Ahí solía llegar Cherres. Un tipo alto, guapo, con una piel tostada, reluciente, producto quizá de las cremas y la atención de sus maquillistas.
Todas ellas bien jóvenes, con quienes chachareaba y era muy atento. Jugaba tenis, no precisamente por afición o por un talento. Al contrario. Solo jugaba. El objetivo era, como muchos otros, tener contacto con quienes se reúnen ahí a charlar de la política y de otros tantos temas que facilitan los negocios y hacen más llevadera una vida de supuesta alcurnia, de esos “patricios” que siempre buscan el poder o colocan ahí a sus fichas para garantizar sus “emprendimientos”.
Su licor preferido fue el whisky, con hielo y agua mineral. Su ropa de corte caribeño, de colores claros. Sus zapatos muchas veces blancos llamaban la atención de las nuevas generaciones. Y sus parejas preferidas: jóvenes, rubias y llenas de encanto y coquetería. El poder lo sabía expresar en los saludos sonoros, en esos modos de decir “mi pana, yo te conozco”. Y, por supuesto, tener en su agenda de teléfonos los números de personajes que en su momento fueron muy importantes en la edificación de instituciones financieras, de bancos supuestamente solventes y de gente que “resolvía” problemas.
Uno de esos números telefónicos era del Gran Cuñado. Con él había un trato de confianza, de complicidad y de muchos tratos privados. No eran amigos porque sí. El negocio era prometer negocios a los “emprendedores” y de ahí sacar su tajada más jugosa. En otras palabras: hacer que otros ganen plata con sus contactos y conectes para cobrar por esos favores. No estuvo fuera de su marco de acción el ilícito y perturbador negocio de las drogas fuertes. Cayó en des- gracia cuando lo delataron y lo sentenciaron. Salió bien parado porque la prensa, sus amigos periodistas, taparon ese “escándalo” con el silencio y con el perdón cuando lo vieron de vuelta al Club de Tenis y a las reuniones sociales en Salinas y otros balnearios donde solía descansar el Gran Cuñado y el que luego ganaría las eleccio- nes presidenciales. Cherres era un gran tipo: para los negocios, para las “peladas”, para hacer buenos chistes, para ensalzar el sentido del humor más guayaco. Pero tuvo un mal amigo, un pésimo socio que le grabó las conversaciones y luego las filtró. Y de ahí en adelante todo cambió. Tuvo que refugiarse con su novia en un balneario donde paseaba a vista y paciencia de los vecinos y de los pesquisas que lo custodiaban por si acaso soltara la lengua. Hacía llamadas y ya no le respondían. En Carondelet le había vetado todo contacto. Como pasa en estos casos.
Cansado de intentar una solución a su amarga tragedia amenazó con soltar la lengua y fue precisamente a esa masa carnosa bucal la que le cortaron y hasta ahí llegó su fama, su buen humor, sus grandes conectes y su ansia de pasar a mejor vida con una placa en su pecho otorgada por “los buenos servicios prestados a la Nación (del Encuentro)”.